JEAN BAUDRILLARD
EL DRAMA DEL OCIO o LA IMPOSIBILIDAD DE PERDER EL
TIEMPO Selección de: Baudrillard, Jean (1974)
La sociedad de consumo. Sus mitos, sus
estructuras. Capítulo 8, pp. 187 – 198. Siglo XXI, Madrid, 2009.
En
la profusión real o imaginaria de la «sociedad de consumo», el tiempo ocupa una
especie de lugar privilegiado. La demanda de ese bien particular equivale a
casi todos los demás juntos. Por supuesto, no hay más igualdad de oportunidades
ni más democracia del tiempo libre de la que hay para los demás bienes y
servicios. Por otra parte, se sabe que la contabilización del tiempo libre en
unidades cronométricas, si bien es significativa de una época a otra o de una
cultura a otra, de ningún modo lo es para nosotros en valor absoluto: la calidad
de ese tiempo libre, su ritmo, sus contenidos, si es residual en relación con
las obligaciones laborales o si es «autónomo», son todas cuestiones que se
vuelven significativas de un individuo, de una categoría, de una clase a otra.
Y hasta el exceso de trabajo y la falta de ocio puede llegar a constituir el
privilegio del gerente o del hombre de negocios.
A
pesar de estas disparidades, que no adquirirían todo su sentido sino en una
teoría diferencial de los signos de estatus (del que el tiempo libre «consumido»
forma parte), lo cierto es que el tiempo conserva un valor mítico particular de
igualación de las condiciones humanas, valor en alto grado retomado y
tematizado en nuestros días por el tiempo dedicado al ocio. El viejo adagio
donde antes se concentraba toda la reivindicación de justicia social, según el
cual «todos los hombres son iguales ante el tiempo y ante la muerte», sobrevive
hoy en el mito, cuidadosamente mantenido, de que todos somos iguales en el
ocio.
(…)
En
las sociedades primitivas no hay tiempo. La cuestión de saber si uno tiene o no
tiene tiempo carece de sentido. El tiempo no es más que el ritmo de las
actividades colectivas repetidas (rito de trabajo, de fiestas). No se lo puede
disociar de esas actividades para proyectarlo en el futuro, para preverlo y
manipularlo. No es individual, es el ritmo mismo del intercambio que culmina en
el acto de la fiesta. No hay una palabra para nombrarlo, se confunde con los
verbos del intercambio, con el ciclo de los hombres y de la naturaleza. Está
«ligado» pero no obligado y esta «ligazón» (Gebundenheit), no se opone a
cierta «libertad ». El tiempo es propiamente simbólico, es decir, no puede
aislárselo abstractamente. Por lo demás decir que «el tiempo es simbólico» tampoco
tiene sentido pues no existe, tan sencillamente como no existe el dinero.
La
analogía del tiempo con el dinero es, en cambio, esencial para analizar
«nuestro» tiempo y lo que puede implicar el gran corte significativo entre
tiempo de trabajo y tiempo libre, corte decisivo pues sobre él se fundan las
opciones fundamentales de la sociedad de consumo.
(…)
El
tiempo es una mercancía rara, preciosa, sometida a las leyes del valor de
intercambio. Esto está muy claro cuando se trata del tiempo de trabajo, puesto
que se lo vende y se lo compra. Pero cada vez más se da la situación de que
también el tiempo libre, para poder ser «consumido », debe comprarse directa o
indirectamente. Norman Mailer analiza el cálculo de producción aplicado al zumo
de naranja, entregado congelado o líquido (en envase de cartón). Este último
cuesta más porque en el costo se incluyen los dos minutos que gana el
consumidor al no tener que preparar el producto congelado: así es como se le
vende al consumidor su propio tiempo libre. Y es lógico, puesto que el tiempo
«libre», en realidad, es tiempo «ganado», capital rentable, fuerza productiva
virtual y para poder disponer de él es necesario volver a comprarlo. Si alguien
se sorprende o se siente irritado por esto, es sólo porque cree aún en la
hipótesis ingenua de un tiempo «natural », idealmente neutro y disponible para
todos. La idea nada absurda de que poniendo un franco en la jukebox puede
uno «recomprar» dos minutos de silencio, ilustra la misma verdad.
El
tiempo recortable, abstracto, cronometrado, se vuelve así homogéneo del sistema
del valor de intercambio: entra en él en la misma condición que cualquier otro
objeto. Objeto de cálculo temporal, puede y debe intercambiarse por cualquier
otra mercancía (el dinero en particular). Por lo demás, la noción de
tiempo/objeto tiene un valor reversible: así como el tiempo es un objeto, todos
los objetos producidos pueden considerarse tiempo cristalizado, no solo tiempo
de trabajo en el cálculo de su valor comercial, sino también tiempo de ocio, en
la medida en que los objetos técnicos «economizan» tiempo de quienes los
utilizan y se pagan en función de esa ventaja. La lavadora es tiempo libre para
el ama de casa, tiempo libre virtual transformado en objeto para que pueda
vendérselo y comprárselo (tiempo libre que eventualmente servirá para mirar
televisión y ¡la publicidad que aparecerá en ella de otras lavadoras!).
(…)
Retornemos
por el momento a la ideología propia del ocio. El reposo, la distensión, la
evasión, la distracción probablemente sean «necesidades », pero no definen por
sí mismas la exigencia propia del ocio que es el consumo del tiempo. El
tiempo libre puede ser toda la actividad lúdica con que lo llenamos, pero es
ante todo, la libertad de perder el propio tiempo, eventualmente de
«matarlo», de gastarlo a pura pérdida. (Por lo que resulta insuficiente decir
que el ocio está «alienado» por el hecho de que sólo es el tiempo necesario
para reconstituir la fuerza de trabajo. La «alienación» del ocio es más
profunda: lo esencial no es que esté directamente subordinado al tiempo de
trabajo, sino que está ligado a LA IMPOSIBILIDAD MISMA DE PERDER EL PROPIO TIEMPO.)
El
valor verdadero del uso del tiempo, el valor que el ocio intenta restituir
desesperadamente, es el de poder perderlo. Las vacaciones son esa búsqueda de
un tiempo que uno pueda perder en el sentido pleno del término, sin que esa
pérdida entre a su vez en un proceso de cálculo, sin que ese tiempo tenga que
ser (al mismo tiempo) «ganado». En nuestro sistema de producción y de fuerzas
productivas, uno sólo puede ganar su tiempo: esta fatalidad pesa tanto
sobre el ocio como sobre el trabajo. Uno no puede sino «hacer valer» su tiempo,
aunque sea dándole un uso espectacularmente vacío. El tiempo libre de las
vacaciones sigue siendo propiedad privada del que se toma vacaciones, un
objeto, un bien ganado por él con el sudor de todo el año, poseído por él, un
objeto del que goza como de todos los demás objetos y del que no podría
desprenderse para darlo, sacrificarlo (como se hace con el objeto que se
regala), para entregarlo a una disponibilidad total, a la ausencia de tiempo,
que sería la verdadera libertad. El individuo está atado a «su» tiempo como
Prometeo a su roca, encadenado al mito prometeico del tiempo como fuerza
productiva.
(…)
En
todas partes y a pesar de la ficción de libertad que representa el ocio,
asistimos a una imposibilidad lógica del tiempo «libre»: sólo puede haber
tiempo obligado. El tiempo del consumo es el de la producción. Lo es en la
medida en que nunca constituye más que un paréntesis «evasivo» en el ciclo de
la producción. Pero, repitámoslo, esta complementariedad funcional
(diferentemente compartida según las clases sociales) no es su determinación
esencial. El ocio está constreñido en la medida en que, detrás de su gratuidad
aparente, reproduce fielmente todas las restricciones mentales y prácticas
propias del tiempo productivo y de la cotidianidad sometida.
(…)
«El
ocio es una vocación colectiva»: este título periodístico resume perfectamente
el carácter de institución, de norma
social interiorizada, que han adquirido el tiempo libre y su consumo, donde el
privilegio de la nieve, del famiente y de la cocina cosmopolita no hace
más que ocultar la obediencia profunda:
1. a una moral colectiva de maximización de
las necesidades y las satisfacciones, que refleja punto por punto, en la esfera
privada y «libre», el principio de maximización de la producción y de las
fuerzas productivas en la esfera «social»
2.
a un código de distinción, a una estructura de diferenciación, pues el criterio
distintivo, que durante mucho tiempo fue la «ociosidad» para las clases
acomodadas de otras épocas, es hoy el «consumo» de tiempo inútil. La regla que
rige, y muy tiránicamente, el ocio es la obligación de no hacer nada (útil), del
mismo modo que regía la posición de los privilegiados en las sociedades
tradicionales. El ocio, todavía repartido de manera muy desigual, continúa
siendo en nuestras sociedades democráticas, un factor de selección y de
distinción cultural.
(…)
Pero,
lo cierto es que el valor distintivo del ocio hoy sigue siendo importante y lo
será por largo tiempo. Hasta la valorización reactiva del trabajo no hace más
que probar a contrario la fuerza del ocio como valor noble en la
representación profunda. «Conspicuous abstention from labour becomes the
conventional index of reputability» [1],
dice Veblen en su Teoría de-la clase ociosa. El trabajo productivo es
vil: esta es una tradición siempre válida, posiblemente reforzada por la competencia
creciente por el estatus de nuestras sociedades «democráticas» modernas donde
esta ley del valor/ocio adquiere la fuerza de una prescripción social absoluta.
El
ocio no es pues, como se supone, una función del goce del tiempo libre,
de la satisfacción y del reposo funcional, sino que se define como el consumo
de tiempo improductivo. Volvemos así a la idea de la «pérdida de tiempo» de la
que hablábamos antes, pero para mostrar cómo el tiempo libre consumido es
en realidad el tiempo de una producción. Aunque económicamente
improductivo, es el tiempo de una producción de valor, valor de
distinción, valor de estatus, valor de prestigio. No hacer nada (o no hacer
nada productivo) es, en ese sentido, una actividad específica. Producir valor
(signos, etc.) es una prestación social obligatoria, es todo lo
contrario de la pasividad, aun cuando esta última sea el discurso manifiesto
del ocio. En realidad, durante el ocio, el tiempo no es «libre»; es un tiempo gastado
y no a pura pérdida porque, para el individuo social, es el momento de una producción
de estatus. Nadie tiene necesidad del ocio, pero a todos se nos conmina a dar
prueba de que disponemos de él en relación con el trabajo productivo.
De
modo que, en última instancia, el ocio se justifica en la lógica de la
distinción y de la producción de valor. Esto puede verificarse casi
experimentalmente: abandonado a sí mismo, en estado de «disponibilidad creadora»,
el hombre ocioso busca desesperadamente algo que hacer, un clavo que clavar, un
motor que desarmar. Fuera de la esfera de la competencia, no hay necesidades
autónomas, no hay motivación espontánea. Pero ello no implica que renuncie a no
hacer nada, por el contrario, tiene la «necesidad» imperiosa de no hacer nada,
porque esa inactividad tiene un valor social distintivo.
Aún
hoy, lo que reivindica el individuo medio a través de las vacaciones y el
tiempo libre no es la «libertad de realizarse» (¿en cuanto a qué? ¿Qué esencia
oculta habrá de surgir?), sino que es, ante todo, demostrar la inutilidad de su
tiempo, exhibir el excedente de tiempo como capital suntuario, como riqueza.
El tiempo de ocio, como el del consumo en general, pasa a ser el tiempo
social fuerte y marcado, productor de valor, dimensión no de la supervivencia
económica, sino del estatus social.
(…)
En
un sistema integrado y total como es el nuestro, no podría haber disponibilidad
de tiempo. Y el ocio no es disponibilidad de tiempo, es ALARDE. Su
determinación fundamental es la obligación de diferenciación respecto del
tiempo de trabajo. Por lo tanto, no es autónomo: se define por la ausencia
del tiempo de trabajo. Como esa diferencia constituye el valor profundo del
ocio, está connotada en todas partes, aparece marcada con redundancia,
sobreexpuesta. En todos sus signos, en todas sus actitudes, en todas sus
prácticas y en todos los discursos en los que se habla de él, el ocio vive de
esta exposición y sobreexposición de sí
mismo en cuanto tal, de esa ostentación continua, de esa MARCA, de ese ALARDE.
Puede quitársele todo lo demás, suprimírsele todo lo demás, menos eso. Porque
eso es lo que lo define.
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